Compañer@s:
Continuando con el tema de la generación beat, Brenda encontró un sitio bastante interesante den click aquí para poder acceder.
jueves, 28 de abril de 2011
miércoles, 13 de abril de 2011
Estridentópolis: Manuel Maples Arce.
(Papantla, 1898 - ciudad de México, 1981) Poeta mexicano, fundador del estridentismo. Estudió la primaria en Tuxpan y la preparatoria en Jalapa y Veracruz, donce escribió para los diarios El Dictamen y La Opinión. En 1920 se mudó a la capital, donde se obtuvo el título de abogado en la Escuela Libre de Derecho (1925).
Años atrás había publicado Actual núm. 1, primer manifiesto estridentista, al que siguieron varios poemas de vanguardia, publicados en la revista Cosmópolis, de Madrid, y el libro Andamios interiores en México, con el que intentó una revolución literaria, al romper con la vieja tradición poética y experimentar nuevas formas de expresión. Más tarde, publicó Urbe, Poemas interdictos (considerado por el crítico Luis Mario Schneider como "uno de los poemarios más relevantes de la vanguardia en castellano"), y Metrópolis.
Desde los veinte años se involucró en la vida política del país y contribuyó enormemente a promover la publicación de textos literarios y educativos. Fue secretario general en el gobierno de Veracruz (1925-1928), periodo en que publicó la revista Horizonte. En 1930 viajó a París para estudiar derecho diplomático, historia y literatura en la Sorbona. A su regreso fue consejero técnico de Narciso Bassols, secretario de Educación Pública, y diputado al Congreso de la Unión por el distrito de Tuxpan (1932-1934).
En 1935 ingresó al servicio exterior: fue secretario de la legación de Bruselas, encargado de negocios en Varsovia y Roma, cónsul general en Londres y representante de México ante los gobiernos en el exilio durante la Segunda Guerra Mundial, y de 1944 a 1967 embajador en Panamá, Chile, Colombia, Japón, Canadá, Noruega, Líbano y Pakistán. Es autor de varios ensayos sobre temas literarios y artísticos, entre ellos, El paisaje en la literatura mexicana (1944), El arte mexicano contemporáneo (1945), Peregrinación por el arte de México (1952) y Ensayos japoneses (1959)
http://www.infobiografias.com/biografia/25126/Manuel--Maples-Arce.html
Como siempre al final de este post o entrada hay un enlace en donde pueden descargar unos escritos interesantes sobre Manuel Maples Arce, tal vez el más representativo y mi favorito de los Estridentistas, una Vanguardia muy interesante por si misma.
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Manuel Maples Arce
martes, 12 de abril de 2011
Monty Python's: Partido de Fútbol entre Filósofos, Alemania vs. Grecia.
Monty Python fue un grupo británico de humoristas que sintetizó en clave de humor la idiosincrasia británica de los años 60 y 70.
Lograron la fama gracias a suserie para la televisión inglesa Monty Python's Flying Circus (El Circo Ambulante de Monty Python), basada en sketches breves que en muchas ocasiones incluían una importante carga de crítica social , si bien en su mayoría se centraban en un sentido del humor absolutamente surrealista y basado en el absurdo. El primer episodio fue emitido el 5 de octubre de 1969 por la BBC y la serie siguió en antena hasta 1974.
Lograron la fama gracias a su
Desde "Los caballeros de la mesa cuadrada" a "El sentido de la vida", pasando por la genial "La vida de Brian", o la serie de la BBC "Monty Python's flying circus", todas ellas alcanzan un grado de desenfreno difícilmente alcanzable por otros salvo en un par de gags sueltos. Podríamos hablar de grandes momentos de sus obras, pero han sido tan repetidos en series y películas que aunque creas que no los conoces (joven lector) habrás visto muchos de sus números... Desde el guiñó en "The Simpsons" a los caballeros del NI, a homenajes en películas de frikis como Kevin Smith, o las multiples obras de teatro reproduciendo sus mejores números que se pueden ver en cualquier teatro.
Fuente: http://www.taringa.net/posts/tv-peliculas-series/1588688/Megapost-Monty-Python.html
Fuente: http://www.taringa.net/posts/tv-peliculas-series/1588688/Megapost-Monty-Python.html
Partido de Fútbol
Lo anterior es el cortometraje que vimos antes de ver la película de "Monty Python's Life of Brian" (1979), un partido de fútbol entre filósofos Griegos contra Filósofos Alemanes. Por si no lo vieron o por si quisieran volver a verlo aqui se los dejo.
También abajo encontrarán enlaces a dos páginas, la primera es para poder descargar videos de Youtube, solo hay que seguir las instrucciones de la página; el segundo es una página donde se puede descargar la mayor parte de la obra de este extraordinario grupo de comediantes ingleses, de su trabajo televisivo y del cinematográfico.
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Samuel Beckett's Film
Les dejo también el cortometraje que vimos en clase escrito por Samuel Beckett. El título es "Film" y es dirigido por Alan Schneider y protagonizado por la leyenda del cine mudo Buster Keaton, es de 1965, es en blanco y negro y mudo, si no lo han visto es una buena oportunidad. El cortometraje viendolo desde Youtube esta dividido en tres partes, de igual forma a quienes les guste tenerlo hasta abajo les dejo un enlace para descargar el video completo.
Parte 1
Parte 2
Parte 3
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lunes, 11 de abril de 2011
Lo Sustantivo de la Nada (Una Entrevista a Samuel Beckett)
Beckett, el inconsolable
Un verdadero artista, personalmente uno de mis favoritos, Samuel Beckett es muy importante para el Teatro del Absurdo y para el arte del siglo XX en general, lo anterior es una entrevista realizada al autor de "Esperando a Godot", espero les sirva. Me disculpa también por la tardanza de poner la entrada en el blog, en los próximos días se darán cuenta que subiré sobre los artistas y escritores que faltan y de los que veremos en las próximas sesiones en clase.
También les dejo como siempre un enlace para que puedan descargar parte de la obra de este magnífico e interesante artista.
Samuel Beckett - Final de Partida.
Samuel Beckett - Antología Poética
Samuel Beckett - Esperando a Godot
Carlos Wilson.
por CHARLES JULIET
Llamo al interfón. Me invita a subir. Cuando salgo del ascensor casi me tropiezo con él. Me estaba esperando en el descanso. Entramos en su despacho. Me instalo en un canapé frente a su mesa de trabajo y él se sienta en un taburete, en línea oblicua respecto a mí. Ya ha adoptado la postura habitual en él cuando está sentado sin hacer nada: una pierna enroscada sobre la otra, la barbilla apoyada en la mano, la espalda inclinada, la mirada baja.
El silencio se ha apoderado de nosotros y sé que no va a ser fácil romperlo. Curiosa idea, pensé, interrogar a alguien que no es sino pregunta. Desvía la mirada, pero cuando noto que sus ojos intentan fijarse en los míos soy yo quien los desvía. He aquí que estoy ante un hombre cuya obra tanto me ha aportado y con quien, en mi soledad, he mantenido interminables diálogos. Por todas estas razones lo considero un amigo y tengo que admitir, no sin asombro, que para él sólo soy un desconocido. Durante esta entrevista me va a costar mucho trabajo coordinar esos datos tan agresivamente contrarios.
El silencio es tan denso que se podría cortar con un cuchillo. De pronto recuerdo, no sin aprensión, que Beckett puede estar con alguien —me lo ha comentado Maurice Nadeau— y marcharse una o dos horas después sin haber pronunciado una sola palabra.
Lo observo de reojo. Es serio, sombrío. Tiene las cejas fruncidas. Su mirada es de una intensidad difícil de sostener. Estoy empezando a ponerme nervioso y hago lo posible no ya por hablar, sino por emitir algún sonido. Con voz apenas audible empiezo a explicarle que a los veintidós años intenté leer Molloy y que no entendí nada del libro y ni tan siquiera sospeché su importancia. Que, curiosamente, y sin intención alguna de leerlas, fui adquiriendo las obras que publicó posteriormente. Que en la primavera de 1965, y totalmente por casualidad, recorrí una docena de líneas de Textos para nada . Que no pude soltar el libro y lo devoré con pasión. Que me lancé de inmediato sobre su obra y me quedé profundamente impresionado. Que había leído y releído todas sus obras. Que lo que más me había impresionado fue ese extraño silencio que reina en Textos para nada , un silencio al que sólo se puede acceder en el límite de la más extrema soledad, cuando el ser ha abandonado todo, olvidado todo, y ya no es sino esta escucha que capta la voz que susurra cuando todo calla. Un extraño silencio, sí, que prolonga la desnudez de la palabra. Una palabra sin retórica, sin literatura, jamás perturbada por ese mínimo de invención que necesita para desarrollar lo que tiene que expresar.
—Sí —admite con voz sorda—, cuando uno se escucha, lo que se oye no es literatura.
Sé que durante estos últimos meses ha estado gravemente enfermo. Ésa ha sido precisamente la razón por la que este primer encuentro, que se había fijado para el 3 de mayo, no pudo llevarse a cabo. El día anterior había estado en la inauguración de la exposición de Hayden y por la noche se puso enfermo. La señora Beckett, que me recibió, pronunció la palabra gripe y decidimos no anular el encuentro previsto sino simplemente retrasarlo unos días. Sin embargo estuve esperando en vano una llamada telefónica.
Cuatro meses después supe que había tenido un absceso en el pulmón, y en seguida pensé en si no habría sido una tardía consecuencia de aquel día de preguerra cuando, una noche, en la calle y sin motivo alguno, le apuñaló un mendigo.
Le pregunto por su salud y me habla de ella. Después la conversación gira en torno a la vejez.
—Siempre he deseado tener una vejez tensa, activa... El ser que no deja de arder mientras el cuerpo huye... He pensado muchas veces en Yeats... Escribió sus mejores poemas después de los sesenta...
Como respuesta a mis preguntas me habla de los años extremadamente sombríos que pasó después de que dimitiera de la Universidad de Dublín. Primero vivió en Londres, después en París. Había renunciado a proseguir una carrera universitaria iniciada con brillantez, pero no pensaba en convenirse en escritor. Vivía en una habitación pequeña de un hotel de Montparnasse y se sentía perdido, aplastado, vivía como un guiñapo. Se levantaba a mediodía y sólo tenía fuerzas para arrastrarse hasta el café más próximo y desayunar. No podía hacer nada. Ni siquiera conseguía leer.
—Había aceptado ser un Oblómov... —después añade en voz muy baja, con cansancio—: Estaba mi mujer... Era difícil...
Le hago más preguntas. Pero no recuerda bien. O a lo mejor no quiere recordar aquella época. Me habla del túnel, del crepúsculo mental. Después:
—Siempre he tenido la impresión de que dentro de mí había un ser asesinado. Asesinado antes de mi nacimiento. Tenía que encontrar a ese ser asesinado. Intentar devolverle la vida... Un día fui a escuchar una conferencia de Jung... Habló de una de sus pacientes, una chica jovencísima... Al final, mientras la gente se iba marchando, se quedó callado. Y como hablándose a sí mismo, asombrado por el descubrimiento que estaba haciendo, dijo:
—En el fondo no había nacido nunca.
Siempre he tenido la impresión de que yo tampoco había nacido nunca.
Además, el final de esta conferencia le proporcionó un episodio de Los que caen:
Madame Rooney: Recuerdo que asistí a una conferencia que dio uno de esos nuevos especialistas de lo mental, no recuerdo cómo se llaman. Decía...
Monsieur Rooney: ¿Un alienista?
Mme: No, no, simplemente la depresión mental. Esperaba que arrojaría un poco de luz sobre mi vieja obsesión con las nalgas de los caballos.
M: ¿Un veterinario?
Mme: No, no, simplemente el infortunio mental, me acordaré de cómo se dice esta noche. Nos contó la historia de una niña muy rara y muy desgraciada, y cómo, después de haber intentado curarla sin éxito durante años, había tenido que acabar renunciando. No le había encontrado nada anormal, no tenía nada. Lo único que ocurría, según él, es que se estaba muriendo. Así pues, se lavó las manos, y efectivamente murió al poco tiempo.
M: ¿Qué tiene eso de extraordinario?
Mme: No, es sólo una cosa que dijo y su manera de decirlo lo que me ha estado obsesionando posteriormente.
M: Piensas en ello por la noche, en tu cama, retorciéndote cómo un gusano, sin poder cerrar los ojos.
Mme: Pienso en eso y en otros... horrores. (Pausa.) Cuando acabó de hablar de la niña se quedó inclinado un buen rato, por lo menos fueron dos minutos, y bruscamente levantó la cabeza y exclamó, como si acabase de tener una revelación: “¡En realidad, nunca había nacido, eso es lo que ocurría!”. (Pausa.) Habló sin notas de principio a fin. (Pausa.) Yo me marché antes de que acabara.
En 1945, Beckett volvió a Irlanda para visitar a su madre, a la que llevaba sin ver desde que empezó la guerra. Después volvió a visitarla en 1946, y durante esa estancia tuvo la repentina revelación de lo que debía hacer.
—Comprendí que aquello no podía seguir así. Entonces me contó lo que ocurrió aquella noche, en Dublín, al final del muelle, en medio de una fuerte tempestad. Y lo que me dijo es lo mismo que refiere el pasaje de La última cinta [de Krapp]:
Espiritualmente fue un año negro y pobre a más no poder hasta aquella memorable noche de marzo cuando, al final del muelle, en plena tormenta, no lo olvidaré nunca, todo se me aclaró. Por fin tuve la visión. Lo que vi de pronto era que la creencia que había guiado toda mi vida, a saber... grandes rocas de granito y la espuma que surgía a la luz del faro y el anemómetro que giraba como una hélice..., claro para mí por fin, que la oscuridad que siempre me había ensañado en reprimir es en realidad mi mejor... indestructible asociación hasta el último suspiro de la tempestad y de la noche con la luz del entendimiento y el fuego.
—Había que tirar todos los venenos... (con esta expresión se refiere sin duda a la decencia intelectual, al saber, a las certidumbres que uno mismo se impone, al deseo de dominar la vida...), encontrar el lenguaje apropiado... Cuando escribí la primera frase de Molloy no sabía a dónde me dirigía. Y cuando terminé la primera parte, ignoraba cómo iba a continuar. Todo ha ido viniendo solo. Sin tachar nada. No había preparado nada. No había elaborado nada.
Se levanta, saca de un cajón un cuaderno bastante grueso con la cubierta algo desgastada y me lo da. Es el manuscrito de Esperando a Godot . Es un cuaderno con las hojas cuadriculadas, con papel de la época de la guerra, gris, áspero, de mala calidad. Las únicas páginas escritas son las de la derecha, cubiertas de una escritura difícilmente legible. Lo hojeo con emoción. En la última parte ha escrito también en la izquierda, pero para leer hay que dar la vuelta al cuaderno. Efectivamente, el texto no tiene ningún retoque. Mientras yo intento descifrar algunas réplicas, él musita:
—Todo ocurría entre la mano y la página.
No, no ha leído a los filósofos y pensadores orientales.
—Proponen una salida y yo sentía que no la había. La solución es la muerte.
Le pregunto si escribe, si todavía puede escribir:
—El trabajo anterior prohíbe cualquier continuación de ese trabajo. Por supuesto, puedo escribir textos como los de Têtes-mortes. Pero no quiero. Acabo de tirar a la papelera una obrita de teatro. Cada vez hay que dar un paso adelante.
Largo silencio.
—La escritura me ha llevado al silencio.
Largo silencio.
—Sin embargo tengo que continuar... Estoy frente a un acantilado y tengo que seguir adelante. Es imposible, verdad. Sin embargo, se puede avanzar. Ganar unos cuantos miserables milímetros...
Pero el médico le ha fijado normas estrictas. Es hora de que tome algunas medicinas y se disculpa por tener que interrumpir un momento nuestra entrevista.
En la carta que le escribí para pedirle la entrevista, mencioné que yo conocía a Bram van Velde.
Los une una vieja amistad, pero Bram van Velde vive en Ginebra, nunca escribe y, por tanto, no tienen ningún contacto.
Me pide noticias suyas.
Frente a su mesa de despacho hay un lienzo de Bram van Velde. Como está detrás de mí, me levanto para poder verlo.
Es una composición enigmática, pintada antes de la guerra, en un período de transición.
Yo sé que a Beckett le gusta mucho este cuadro, pero creo poder suponer que al adquirirlo también quería ayudar a un pintor que lo es taba pasando muy mal.
Mientras sigo de pie, echo un vistazo por la ventana y, a la difusa luz gris de este día de finales de otoño, entreveo los tejados y los muros de la prisión de la Santé.
Me habla de Bram van Velde en un tono que me permite adivinar el gran cariño que le tiene.
—Era horroroso —prosigue—, vivía en una miseria espantosa. Vivía solo en su estudio, entre sus lienzos, que no enseñaba a nadie. Acababa de perder a su mujer y estaba tristísimo... Permitió que me acercara un poco. Tuve que encontrar un lenguaje, intentar llegar hasta él.
Luego se interesa por mi persona. Por mi trayectoria.
De nuevo le pregunto sobre su trabajo y su obra.
No, no puede hacerse una idea de la carga energética que contiene. Ni imaginar lo que sus libros pueden representar para quienes los leen.
—Soy como un topo en una topera.
Desde que escribe no lee prácticamente nada, pues considera que ambas actividades son incompatibles.
Piensa que su ensayo sobre Proust es pedante y se opone a que se traduzca al francés.
Si ha escogido esta lengua es porque para él era nueva. Conservaba el perfume de lo extraño. Le permitía escapar a los automatismos inherentes a la utilización de una lengua materna.
Cuando empezó Molloy escribía por la tarde. Pero luego, de noche, no podía conciliar el sueño. Entonces se impuso escribir por la mañana.
Considera que su obra tiene cosas flojas. Declara que no le gustan determinados personajes, que le parece “que no funcionan”.
—Hay algunas cosas flojas necesarias, pero otras no me las perdono.
Le pregunto cómo pasa los días y si todo lo que ha hecho le supone un auxilio real en estos instantes en los que el ser vacila, siente que pierde el equilibrio.
—En esos momentos, la enfermedad me ha ayudado mucho.
Mientras se levanta para coger uno de sus libros y lo coloca sobre la mesa para dedicármelo, dejo que mi mirada se posé largamente sobre él.
Su belleza. Su seriedad. Su concentración. Su sorprendente timidez; La densidad de sus silencios. La intensidad con la que hace existir lo invisible.
Pienso que, si resulta tan impresionante, evidentemente es debido a que se nota que lo es, pero también, y sobre todo, a su absoluta sencillez. Una sencillez de comportamiento, de pensamiento, de expresión. Seguramente, alguien muy diferente. Un hombre superior. Quiero decir: un hombre humilde, sujeto a la intimidad de una permanente pregunta sobre lo fundamental. De pronto, esta evidencia: Beckett, el inconsolable...
En la escalera seguimos hablando un buen rato. Me explica que todavía está muy cansado y se disculpa por no poder invitarme a cenar. Pero nos hemos citado para la primavera siguiente y me asegura que entonces cenaremos juntos.
Me pregunta con interés en qué voy a emplear mi estancia. Le respondo que no tengo ningún proyecto y que si he venido a París es exclusivamente para verlo.
—Pero no, no. No tenía usted que haber venido desde Lyon sólo para verme.
(24 de octubre de 1968)
***
Volvemos a vernos en la Closerie des Lilas. De nuevo su seriedad, su concentración, su ensimismamiento. Su belleza. Profundas arrugas en la base de la nariz. Tiene el pelo abundante, corto, mal peinado. Un rostro modelado, hundido, espiritualizado, por el sufrimiento y la tensión interior. Y, sin embargo, desprende juventud y vitalidad. Cada vez que lo veo, lo que más me sorprende es esa tan singular mezcla de silencio, de calma, de suavidad, de pasividad, de asentimiento,
de vulnerabilidad y de lo que generalmente pasa por lo contrario: una energía, una fuerza que se siente que son excepcionales, visibles en esa mirada de águila que verdaderamente impresiona.
Ya se ha hecho el silencio y no sé cómo empezar el diálogo.
Acaban de darme un ejemplar de la monografía que la galería Maeght dedica a Bram van Velde. Le pregunto si desearía hojearla. La coge. La recorre mirando con mucha atención las reproducciones; leyendo tres o cuatro veces algunas páginas del texto.
Hablamos durante mucho tiempo de Bram y me hace varias preguntas.
Después yo le pregunto por su trabajo.
—Siempre tengo algo entre manos. Puede ser largo, pero se va reduciendo cada vez más.
Cada vez le gusta menos lo que escribe.
Le pregunto si ha tenido dificultades para acceder al no querer, al no poder.
—Sí, hasta 1946 intenté saber para estar en condiciones de poder. Pero luego me di cuenta de que me equivocaba de camino. Posiblemente, no haya sino caminos equivocados. Sin embargo hay que encontrar el camino equivocado que te conviene.
—¿Ha leído usted a los místicos?
—Sí, cuando era joven. Pero no he profundizado en ellos.
Y con tono abrumado:
—La verdad es que nunca he profundizado en nada.
Le oculto mi asombro. Un largo silencio.
Prosigo:
—En las obras de los místicos se pueden encontrar decenas y decenas de frases comparables a algunas de las que ha escrito usted mismo. ¿No cree que si se deja de lado la cuestión de las creencias religiosas se pueden encontrar numerosos puntos en común entre ellos y usted?
—Sí... Posiblemente ha habido a veces una misma manera de experimentar lo ininteligible.
Sigo hablándole de Bernardo de Claraval. Le digo que he encontrado en su obra pasajes que tienen el ritmo, el aliento, lo cortante de las mejores páginas de El innombrable .
Se ríe abiertamente y me para asegurándome que tiene muchas cosas contra él.
Sé a lo que se refiere y nos reímos juntos.
Volvemos a su obra. Reconoce que ha ido alejándose cada vez más de sus textos.
—Al final, ya no se sabe quién habla. Hay una desaparición absoluta del sujeto. A eso es a lo que conduce la crisis de identidad.
Considera que el artista está obligado a desaparecer como individuo ante lo que hace.
Vuelvo a sus Textos para nada . Cito algunos fragmentos... “Esa nada que abunda...”. Sonríe.
Me habla de Joyce, de Proust, de que ambos pretendían crear una totalidad y transmitirla en su infinita riqueza. No hay más que examinar, observa, sus manuscritos o las pruebas que han corregido. Nunca acababan de añadir y de volver a añadir. Él actúa de otra manera, hacia la nada, comprimiendo sus textos cada vez más.
Le hablo de la “pobreza” de su universo, tanto en lo que respecta a la lengua como en lo que respecta a los medios utilizados: pocos personajes, pocas peripecias, pocos problemas abordados, y sin embargo todo lo que importa está dicho, y con qué vigor, con cuánta singularidad.
Admite sonriendo que, en alguna parte, ambas maneras deberán encontrarse.
—A menudo —continúo diciendo— me he preguntado cómo ha sido posible que no haya usted muerto de vergüenza.
Me va a responder, pero cambia de parecer. Como antes, se queda totalmente ensimismado, y entonces parece que ya no hay nada vivo en él. La mirada increíblemente intensa, fija y ciega, el rostro y el cuerpo petrificados...
Al cabo de un largo silencio de varios minutos, reaparece.
Otro largo silencio. Pero creo que debo proseguir. Le digo que estoy asombradísimo de que haya podido subsistir en él la fe en la escritura y en la comunicación.
También a él le asombra. Habla de misterio.
Me refiero a la universalidad de su obra. Al hecho de que miles de personas del mundo entero hayan podido descubrir, leyéndole, lo que hay en lo más recóndito de su ser y de lo que no tenían conciencia.
Baja la cabeza.
—Ése también es otro misterio.
Continúa hablando pero no oigo algunas de sus palabras pronunciadas en voz demasiado baja...
Luego X... nos interrumpe..., es un escritor-editor que quiere que Beckett firme algo.
Cuando X... se retira, después de haber importunado a Beckett con su molesta insistencia, me doy cuenta de que nuestra entrevista ha terminado.
Se produce un silencio de cuatro o cinco minutos y espero a que dé la señal de partida.
Pero es él quien me hace preguntas sobre mi persona y mi trabajo.
En diciembre se marchará a Marruecos para no estar en París durante las fiestas.
Le hablo de Irlanda. En 1968 tuvo que ir a Irlanda durante cinco días a un funeral, pero ya no va a volver. ¿Qué piensa de esa guerra? No le interesa. Pero después de unos instantes se refiere a ella con cierta vehemencia. Me cita esta frase de Mitterrand:
“El fanatismo es la estupidez”.
—Allí, no hay dos fanatismos, sino tres, cuatro, cinco, que a su vez están desgarrados por otros fánatismos.
Me explica por qué se obstinan en mantener con vida a Franco hasta el 25 [sic] de noviembre. Ese día será un franquista el que pueda nombrar al jefe de gobierno, mientras que si muere antes sería alguien del otro lado.
—Ni a Goya se le ocurrió algo parecido.
Sigue yendo a su casa de campo, donde se queda solo durante dos o tres semanas seguidas. Escribe por la mañana y por la tarde hace algunas chapuzas, o bien pasea por su prado o, si no, va en coche a visitar lugares más aislados por donde pasear.
—¿No se siente usted solo?
Hace un gesto de asombro.
—No, no, en absoluto. Al contrario. Pero cuando era más joven no hubiera podido hacerlo.
Me habla con fervor del silencio. Del placer de poder seguir el curso del sol desde que se levanta hasta que se pone.
Como un eco de lo que le ha dicho X... hace unos momentos, me habla del afán por el éxito literario. Recuerda a Van Gogh...
—Cuando uno piensa en que no vendió ni un solo cuadro...
(14 de noviembre de 1975)
Traducción de Julia Escobar.
Juliet (Ain, 1934). Escritor. Entre sus libros: Fragments , Journal (3 vols.), Encuentros con Bram van Velde y Giacometti .
Fuente:http://www.eluniversal.com.mx/graficos/confabulario/15-julio06.htm
Llamo al interfón. Me invita a subir. Cuando salgo del ascensor casi me tropiezo con él. Me estaba esperando en el descanso. Entramos en su despacho. Me instalo en un canapé frente a su mesa de trabajo y él se sienta en un taburete, en línea oblicua respecto a mí. Ya ha adoptado la postura habitual en él cuando está sentado sin hacer nada: una pierna enroscada sobre la otra, la barbilla apoyada en la mano, la espalda inclinada, la mirada baja.
El silencio se ha apoderado de nosotros y sé que no va a ser fácil romperlo. Curiosa idea, pensé, interrogar a alguien que no es sino pregunta. Desvía la mirada, pero cuando noto que sus ojos intentan fijarse en los míos soy yo quien los desvía. He aquí que estoy ante un hombre cuya obra tanto me ha aportado y con quien, en mi soledad, he mantenido interminables diálogos. Por todas estas razones lo considero un amigo y tengo que admitir, no sin asombro, que para él sólo soy un desconocido. Durante esta entrevista me va a costar mucho trabajo coordinar esos datos tan agresivamente contrarios.
El silencio es tan denso que se podría cortar con un cuchillo. De pronto recuerdo, no sin aprensión, que Beckett puede estar con alguien —me lo ha comentado Maurice Nadeau— y marcharse una o dos horas después sin haber pronunciado una sola palabra.
Lo observo de reojo. Es serio, sombrío. Tiene las cejas fruncidas. Su mirada es de una intensidad difícil de sostener. Estoy empezando a ponerme nervioso y hago lo posible no ya por hablar, sino por emitir algún sonido. Con voz apenas audible empiezo a explicarle que a los veintidós años intenté leer Molloy y que no entendí nada del libro y ni tan siquiera sospeché su importancia. Que, curiosamente, y sin intención alguna de leerlas, fui adquiriendo las obras que publicó posteriormente. Que en la primavera de 1965, y totalmente por casualidad, recorrí una docena de líneas de Textos para nada . Que no pude soltar el libro y lo devoré con pasión. Que me lancé de inmediato sobre su obra y me quedé profundamente impresionado. Que había leído y releído todas sus obras. Que lo que más me había impresionado fue ese extraño silencio que reina en Textos para nada , un silencio al que sólo se puede acceder en el límite de la más extrema soledad, cuando el ser ha abandonado todo, olvidado todo, y ya no es sino esta escucha que capta la voz que susurra cuando todo calla. Un extraño silencio, sí, que prolonga la desnudez de la palabra. Una palabra sin retórica, sin literatura, jamás perturbada por ese mínimo de invención que necesita para desarrollar lo que tiene que expresar.
—Sí —admite con voz sorda—, cuando uno se escucha, lo que se oye no es literatura.
Sé que durante estos últimos meses ha estado gravemente enfermo. Ésa ha sido precisamente la razón por la que este primer encuentro, que se había fijado para el 3 de mayo, no pudo llevarse a cabo. El día anterior había estado en la inauguración de la exposición de Hayden y por la noche se puso enfermo. La señora Beckett, que me recibió, pronunció la palabra gripe y decidimos no anular el encuentro previsto sino simplemente retrasarlo unos días. Sin embargo estuve esperando en vano una llamada telefónica.
Cuatro meses después supe que había tenido un absceso en el pulmón, y en seguida pensé en si no habría sido una tardía consecuencia de aquel día de preguerra cuando, una noche, en la calle y sin motivo alguno, le apuñaló un mendigo.
Le pregunto por su salud y me habla de ella. Después la conversación gira en torno a la vejez.
—Siempre he deseado tener una vejez tensa, activa... El ser que no deja de arder mientras el cuerpo huye... He pensado muchas veces en Yeats... Escribió sus mejores poemas después de los sesenta...
Como respuesta a mis preguntas me habla de los años extremadamente sombríos que pasó después de que dimitiera de la Universidad de Dublín. Primero vivió en Londres, después en París. Había renunciado a proseguir una carrera universitaria iniciada con brillantez, pero no pensaba en convenirse en escritor. Vivía en una habitación pequeña de un hotel de Montparnasse y se sentía perdido, aplastado, vivía como un guiñapo. Se levantaba a mediodía y sólo tenía fuerzas para arrastrarse hasta el café más próximo y desayunar. No podía hacer nada. Ni siquiera conseguía leer.
—Había aceptado ser un Oblómov... —después añade en voz muy baja, con cansancio—: Estaba mi mujer... Era difícil...
Le hago más preguntas. Pero no recuerda bien. O a lo mejor no quiere recordar aquella época. Me habla del túnel, del crepúsculo mental. Después:
—Siempre he tenido la impresión de que dentro de mí había un ser asesinado. Asesinado antes de mi nacimiento. Tenía que encontrar a ese ser asesinado. Intentar devolverle la vida... Un día fui a escuchar una conferencia de Jung... Habló de una de sus pacientes, una chica jovencísima... Al final, mientras la gente se iba marchando, se quedó callado. Y como hablándose a sí mismo, asombrado por el descubrimiento que estaba haciendo, dijo:
—En el fondo no había nacido nunca.
Siempre he tenido la impresión de que yo tampoco había nacido nunca.
Además, el final de esta conferencia le proporcionó un episodio de Los que caen:
Madame Rooney: Recuerdo que asistí a una conferencia que dio uno de esos nuevos especialistas de lo mental, no recuerdo cómo se llaman. Decía...
Monsieur Rooney: ¿Un alienista?
Mme: No, no, simplemente la depresión mental. Esperaba que arrojaría un poco de luz sobre mi vieja obsesión con las nalgas de los caballos.
M: ¿Un veterinario?
Mme: No, no, simplemente el infortunio mental, me acordaré de cómo se dice esta noche. Nos contó la historia de una niña muy rara y muy desgraciada, y cómo, después de haber intentado curarla sin éxito durante años, había tenido que acabar renunciando. No le había encontrado nada anormal, no tenía nada. Lo único que ocurría, según él, es que se estaba muriendo. Así pues, se lavó las manos, y efectivamente murió al poco tiempo.
M: ¿Qué tiene eso de extraordinario?
Mme: No, es sólo una cosa que dijo y su manera de decirlo lo que me ha estado obsesionando posteriormente.
M: Piensas en ello por la noche, en tu cama, retorciéndote cómo un gusano, sin poder cerrar los ojos.
Mme: Pienso en eso y en otros... horrores. (Pausa.) Cuando acabó de hablar de la niña se quedó inclinado un buen rato, por lo menos fueron dos minutos, y bruscamente levantó la cabeza y exclamó, como si acabase de tener una revelación: “¡En realidad, nunca había nacido, eso es lo que ocurría!”. (Pausa.) Habló sin notas de principio a fin. (Pausa.) Yo me marché antes de que acabara.
En 1945, Beckett volvió a Irlanda para visitar a su madre, a la que llevaba sin ver desde que empezó la guerra. Después volvió a visitarla en 1946, y durante esa estancia tuvo la repentina revelación de lo que debía hacer.
—Comprendí que aquello no podía seguir así. Entonces me contó lo que ocurrió aquella noche, en Dublín, al final del muelle, en medio de una fuerte tempestad. Y lo que me dijo es lo mismo que refiere el pasaje de La última cinta [de Krapp]:
Espiritualmente fue un año negro y pobre a más no poder hasta aquella memorable noche de marzo cuando, al final del muelle, en plena tormenta, no lo olvidaré nunca, todo se me aclaró. Por fin tuve la visión. Lo que vi de pronto era que la creencia que había guiado toda mi vida, a saber... grandes rocas de granito y la espuma que surgía a la luz del faro y el anemómetro que giraba como una hélice..., claro para mí por fin, que la oscuridad que siempre me había ensañado en reprimir es en realidad mi mejor... indestructible asociación hasta el último suspiro de la tempestad y de la noche con la luz del entendimiento y el fuego.
—Había que tirar todos los venenos... (con esta expresión se refiere sin duda a la decencia intelectual, al saber, a las certidumbres que uno mismo se impone, al deseo de dominar la vida...), encontrar el lenguaje apropiado... Cuando escribí la primera frase de Molloy no sabía a dónde me dirigía. Y cuando terminé la primera parte, ignoraba cómo iba a continuar. Todo ha ido viniendo solo. Sin tachar nada. No había preparado nada. No había elaborado nada.
Se levanta, saca de un cajón un cuaderno bastante grueso con la cubierta algo desgastada y me lo da. Es el manuscrito de Esperando a Godot . Es un cuaderno con las hojas cuadriculadas, con papel de la época de la guerra, gris, áspero, de mala calidad. Las únicas páginas escritas son las de la derecha, cubiertas de una escritura difícilmente legible. Lo hojeo con emoción. En la última parte ha escrito también en la izquierda, pero para leer hay que dar la vuelta al cuaderno. Efectivamente, el texto no tiene ningún retoque. Mientras yo intento descifrar algunas réplicas, él musita:
—Todo ocurría entre la mano y la página.
No, no ha leído a los filósofos y pensadores orientales.
—Proponen una salida y yo sentía que no la había. La solución es la muerte.
Le pregunto si escribe, si todavía puede escribir:
—El trabajo anterior prohíbe cualquier continuación de ese trabajo. Por supuesto, puedo escribir textos como los de Têtes-mortes. Pero no quiero. Acabo de tirar a la papelera una obrita de teatro. Cada vez hay que dar un paso adelante.
Largo silencio.
—La escritura me ha llevado al silencio.
Largo silencio.
—Sin embargo tengo que continuar... Estoy frente a un acantilado y tengo que seguir adelante. Es imposible, verdad. Sin embargo, se puede avanzar. Ganar unos cuantos miserables milímetros...
Pero el médico le ha fijado normas estrictas. Es hora de que tome algunas medicinas y se disculpa por tener que interrumpir un momento nuestra entrevista.
En la carta que le escribí para pedirle la entrevista, mencioné que yo conocía a Bram van Velde.
Los une una vieja amistad, pero Bram van Velde vive en Ginebra, nunca escribe y, por tanto, no tienen ningún contacto.
Me pide noticias suyas.
Frente a su mesa de despacho hay un lienzo de Bram van Velde. Como está detrás de mí, me levanto para poder verlo.
Es una composición enigmática, pintada antes de la guerra, en un período de transición.
Yo sé que a Beckett le gusta mucho este cuadro, pero creo poder suponer que al adquirirlo también quería ayudar a un pintor que lo es taba pasando muy mal.
Mientras sigo de pie, echo un vistazo por la ventana y, a la difusa luz gris de este día de finales de otoño, entreveo los tejados y los muros de la prisión de la Santé.
Me habla de Bram van Velde en un tono que me permite adivinar el gran cariño que le tiene.
—Era horroroso —prosigue—, vivía en una miseria espantosa. Vivía solo en su estudio, entre sus lienzos, que no enseñaba a nadie. Acababa de perder a su mujer y estaba tristísimo... Permitió que me acercara un poco. Tuve que encontrar un lenguaje, intentar llegar hasta él.
Luego se interesa por mi persona. Por mi trayectoria.
De nuevo le pregunto sobre su trabajo y su obra.
No, no puede hacerse una idea de la carga energética que contiene. Ni imaginar lo que sus libros pueden representar para quienes los leen.
—Soy como un topo en una topera.
Desde que escribe no lee prácticamente nada, pues considera que ambas actividades son incompatibles.
Piensa que su ensayo sobre Proust es pedante y se opone a que se traduzca al francés.
Si ha escogido esta lengua es porque para él era nueva. Conservaba el perfume de lo extraño. Le permitía escapar a los automatismos inherentes a la utilización de una lengua materna.
Cuando empezó Molloy escribía por la tarde. Pero luego, de noche, no podía conciliar el sueño. Entonces se impuso escribir por la mañana.
Considera que su obra tiene cosas flojas. Declara que no le gustan determinados personajes, que le parece “que no funcionan”.
—Hay algunas cosas flojas necesarias, pero otras no me las perdono.
Le pregunto cómo pasa los días y si todo lo que ha hecho le supone un auxilio real en estos instantes en los que el ser vacila, siente que pierde el equilibrio.
—En esos momentos, la enfermedad me ha ayudado mucho.
Mientras se levanta para coger uno de sus libros y lo coloca sobre la mesa para dedicármelo, dejo que mi mirada se posé largamente sobre él.
Su belleza. Su seriedad. Su concentración. Su sorprendente timidez; La densidad de sus silencios. La intensidad con la que hace existir lo invisible.
Pienso que, si resulta tan impresionante, evidentemente es debido a que se nota que lo es, pero también, y sobre todo, a su absoluta sencillez. Una sencillez de comportamiento, de pensamiento, de expresión. Seguramente, alguien muy diferente. Un hombre superior. Quiero decir: un hombre humilde, sujeto a la intimidad de una permanente pregunta sobre lo fundamental. De pronto, esta evidencia: Beckett, el inconsolable...
En la escalera seguimos hablando un buen rato. Me explica que todavía está muy cansado y se disculpa por no poder invitarme a cenar. Pero nos hemos citado para la primavera siguiente y me asegura que entonces cenaremos juntos.
Me pregunta con interés en qué voy a emplear mi estancia. Le respondo que no tengo ningún proyecto y que si he venido a París es exclusivamente para verlo.
—Pero no, no. No tenía usted que haber venido desde Lyon sólo para verme.
(24 de octubre de 1968)
***
Volvemos a vernos en la Closerie des Lilas. De nuevo su seriedad, su concentración, su ensimismamiento. Su belleza. Profundas arrugas en la base de la nariz. Tiene el pelo abundante, corto, mal peinado. Un rostro modelado, hundido, espiritualizado, por el sufrimiento y la tensión interior. Y, sin embargo, desprende juventud y vitalidad. Cada vez que lo veo, lo que más me sorprende es esa tan singular mezcla de silencio, de calma, de suavidad, de pasividad, de asentimiento,
de vulnerabilidad y de lo que generalmente pasa por lo contrario: una energía, una fuerza que se siente que son excepcionales, visibles en esa mirada de águila que verdaderamente impresiona.
Ya se ha hecho el silencio y no sé cómo empezar el diálogo.
Acaban de darme un ejemplar de la monografía que la galería Maeght dedica a Bram van Velde. Le pregunto si desearía hojearla. La coge. La recorre mirando con mucha atención las reproducciones; leyendo tres o cuatro veces algunas páginas del texto.
Hablamos durante mucho tiempo de Bram y me hace varias preguntas.
Después yo le pregunto por su trabajo.
—Siempre tengo algo entre manos. Puede ser largo, pero se va reduciendo cada vez más.
Cada vez le gusta menos lo que escribe.
Le pregunto si ha tenido dificultades para acceder al no querer, al no poder.
—Sí, hasta 1946 intenté saber para estar en condiciones de poder. Pero luego me di cuenta de que me equivocaba de camino. Posiblemente, no haya sino caminos equivocados. Sin embargo hay que encontrar el camino equivocado que te conviene.
—¿Ha leído usted a los místicos?
—Sí, cuando era joven. Pero no he profundizado en ellos.
Y con tono abrumado:
—La verdad es que nunca he profundizado en nada.
Le oculto mi asombro. Un largo silencio.
Prosigo:
—En las obras de los místicos se pueden encontrar decenas y decenas de frases comparables a algunas de las que ha escrito usted mismo. ¿No cree que si se deja de lado la cuestión de las creencias religiosas se pueden encontrar numerosos puntos en común entre ellos y usted?
—Sí... Posiblemente ha habido a veces una misma manera de experimentar lo ininteligible.
Sigo hablándole de Bernardo de Claraval. Le digo que he encontrado en su obra pasajes que tienen el ritmo, el aliento, lo cortante de las mejores páginas de El innombrable .
Se ríe abiertamente y me para asegurándome que tiene muchas cosas contra él.
Sé a lo que se refiere y nos reímos juntos.
Volvemos a su obra. Reconoce que ha ido alejándose cada vez más de sus textos.
—Al final, ya no se sabe quién habla. Hay una desaparición absoluta del sujeto. A eso es a lo que conduce la crisis de identidad.
Considera que el artista está obligado a desaparecer como individuo ante lo que hace.
Vuelvo a sus Textos para nada . Cito algunos fragmentos... “Esa nada que abunda...”. Sonríe.
Me habla de Joyce, de Proust, de que ambos pretendían crear una totalidad y transmitirla en su infinita riqueza. No hay más que examinar, observa, sus manuscritos o las pruebas que han corregido. Nunca acababan de añadir y de volver a añadir. Él actúa de otra manera, hacia la nada, comprimiendo sus textos cada vez más.
Le hablo de la “pobreza” de su universo, tanto en lo que respecta a la lengua como en lo que respecta a los medios utilizados: pocos personajes, pocas peripecias, pocos problemas abordados, y sin embargo todo lo que importa está dicho, y con qué vigor, con cuánta singularidad.
Admite sonriendo que, en alguna parte, ambas maneras deberán encontrarse.
—A menudo —continúo diciendo— me he preguntado cómo ha sido posible que no haya usted muerto de vergüenza.
Me va a responder, pero cambia de parecer. Como antes, se queda totalmente ensimismado, y entonces parece que ya no hay nada vivo en él. La mirada increíblemente intensa, fija y ciega, el rostro y el cuerpo petrificados...
Al cabo de un largo silencio de varios minutos, reaparece.
Otro largo silencio. Pero creo que debo proseguir. Le digo que estoy asombradísimo de que haya podido subsistir en él la fe en la escritura y en la comunicación.
También a él le asombra. Habla de misterio.
Me refiero a la universalidad de su obra. Al hecho de que miles de personas del mundo entero hayan podido descubrir, leyéndole, lo que hay en lo más recóndito de su ser y de lo que no tenían conciencia.
Baja la cabeza.
—Ése también es otro misterio.
Continúa hablando pero no oigo algunas de sus palabras pronunciadas en voz demasiado baja...
Luego X... nos interrumpe..., es un escritor-editor que quiere que Beckett firme algo.
Cuando X... se retira, después de haber importunado a Beckett con su molesta insistencia, me doy cuenta de que nuestra entrevista ha terminado.
Se produce un silencio de cuatro o cinco minutos y espero a que dé la señal de partida.
Pero es él quien me hace preguntas sobre mi persona y mi trabajo.
En diciembre se marchará a Marruecos para no estar en París durante las fiestas.
Le hablo de Irlanda. En 1968 tuvo que ir a Irlanda durante cinco días a un funeral, pero ya no va a volver. ¿Qué piensa de esa guerra? No le interesa. Pero después de unos instantes se refiere a ella con cierta vehemencia. Me cita esta frase de Mitterrand:
“El fanatismo es la estupidez”.
—Allí, no hay dos fanatismos, sino tres, cuatro, cinco, que a su vez están desgarrados por otros fánatismos.
Me explica por qué se obstinan en mantener con vida a Franco hasta el 25 [sic] de noviembre. Ese día será un franquista el que pueda nombrar al jefe de gobierno, mientras que si muere antes sería alguien del otro lado.
—Ni a Goya se le ocurrió algo parecido.
Sigue yendo a su casa de campo, donde se queda solo durante dos o tres semanas seguidas. Escribe por la mañana y por la tarde hace algunas chapuzas, o bien pasea por su prado o, si no, va en coche a visitar lugares más aislados por donde pasear.
—¿No se siente usted solo?
Hace un gesto de asombro.
—No, no, en absoluto. Al contrario. Pero cuando era más joven no hubiera podido hacerlo.
Me habla con fervor del silencio. Del placer de poder seguir el curso del sol desde que se levanta hasta que se pone.
Como un eco de lo que le ha dicho X... hace unos momentos, me habla del afán por el éxito literario. Recuerda a Van Gogh...
—Cuando uno piensa en que no vendió ni un solo cuadro...
(14 de noviembre de 1975)
Traducción de Julia Escobar.
Juliet (Ain, 1934). Escritor. Entre sus libros: Fragments , Journal (3 vols.), Encuentros con Bram van Velde y Giacometti .
Fuente:http://www.eluniversal.com.mx/graficos/confabulario/15-julio06.htm
Un verdadero artista, personalmente uno de mis favoritos, Samuel Beckett es muy importante para el Teatro del Absurdo y para el arte del siglo XX en general, lo anterior es una entrevista realizada al autor de "Esperando a Godot", espero les sirva. Me disculpa también por la tardanza de poner la entrada en el blog, en los próximos días se darán cuenta que subiré sobre los artistas y escritores que faltan y de los que veremos en las próximas sesiones en clase.
También les dejo como siempre un enlace para que puedan descargar parte de la obra de este magnífico e interesante artista.
Samuel Beckett - Final de Partida.
Samuel Beckett - Antología Poética
Samuel Beckett - Esperando a Godot
Carlos Wilson.
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Samuel Beckett,
Teatro del Absurdo
miércoles, 6 de abril de 2011
La señorita estridentista.
La pasividad estética que heredan los vanguardistas es similar al desconcierto literario actual. Los escritores repetían fórmulas, no reconstruían la realidad a través de la palabra, y por ello se tuvo que dar un rompimiento vertiginoso, total. En Europa las vanguardias fueron un reflejo del dolor y del miedo social hacia el futuro. El hombre había demostrado con la I Guerra Mundial que era capaz de matar sin remordimiento; aún faltaba la segunda. Los intelectuales ven que la vida puede terminar pero que el arte permanecerá. Pero sólo permanecerá el vanguardista, el ultraísta, es decir el que está “más allá” de su creador. En torno a esto se crean diversas corrientes sísmicas como el futurismo, expresionismo, ultraísmo, cubismo, surrealismo, entre otros. En América Latina, la continuidad formal en torno a Europa se recupera, es el coletazo de los cambios artísticos, y regresa a la senda guiadora —mas no al pastiche. América se solidariza por ciertas circunstancias que hacen ver el mundo inestable, como las revoluciones, los golpes militares y la distancia económica-social-tecnológica con el primer mundo. A principios de la segunda década del siglo XX, América Latina y Europa
Estaban más cerca que nunca, unidas por la derrota. Ante la desolación, la forma y las elucubraciones modernistas de Darío, Martí y compañía eran ilegibles, por ello se aceptan los postulados europeos de la mano de los latinoamericanos que allá residieron, como Huidobro para el creacionismo o Borges en el ultraísmo; a ellos se les une el estridentismo, que surge entre los años 1921 y 1927 e irrumpe con una serie de manifiestos que dan pie a la literatura contemporánea en México.
El estridentismo nace de la mano de Manuel Maples Arce, con los manifiestos publicados en Actual, y poco a poco se rodea de seguidores, como Kyn Taniya, Germán List Arzubide, Arqueles Vela, Gallardo, entre otros, y toman elementos de corrientes vanguardistas de Europa, principalmente del futurismo, y lo mezclan con “mole de guajolote”. El estridentismo busca La posibilidad de un arte nuevo, juvenil, entusiasta y palpitante, estructuralizado novidimensionalmente, superponiendo nuestra recia inquietud espiritual, al esfuerzo regresivo de los manicomios coordinados, con reglamentos policíacos, importaciones parisienses de reclamo y pianos de manubrio en el crepúsculo. La exaltación del tematismo sugerente de las máquinas, las explosiones obreriles que estrellan los espejos de los días subvertidos. Vivir emocionalmente. Palpitar con la hélice del tiempo.
Ponerse en marcha hacia el futuro [Segundo manifiesto estridentista]. Abogan por los avances modernos y su repercusión social, ya sea la narración del cosmopolitismo y las metrópolis; la predilección tecnológica en forma (las metáforas estridentistas), como en fondo (los personajes), apoyando la frase de Marinetti: “un auto de carrera es más hermoso que la Victoria de Samotracia”, y aún más hermosos son la metrópoli, el telégrafo, el ascensor, el celuloide, los teléfonos, las locomotoras, los cláxones de los autos, los anuncios luminosos... entre un largo etcétera. Tan largo como las señoritas que deambulan en la novela de Arqueles Vela.
Arqueles Vela (1889-1978) escribió dentro del estridentismo tres relatos cortos: “La señorita etcétera” de 1922, “El café de nadie” y “Un crimen provisional” ambos de 1926, publicados por Ediciones de Horizonte en Jalapa, Veracruz. Vela fue el cultivador del cuento y la prosa estridentista, en diarios capitalinos como “El Universal Ilustrado”, donde un año después del inicio estridentista publica La señorita etcétera, la primera novela vanguardista hispanoamericana, y desaparecida de la historia literaria pues ese mismo año se publica La tierra baldía de Eliot, Ulises de Joyce y Trilce de César Vallejo. Aunque la fuerza narrativa sea menor que las tres obras contemporáneas, La señorita Etcétera reúne elementos destacables. Como bien dice Evodio Escalante, la novela “se trata de una prosa veloz, relampagueante, inusitada en el uso de los verbos, y que organiza el relato
A través de cuadros o escenas de corta duración. Con este texto se inicia propiamente la narración fragmentaria”.
La narración fragmenta espacios y descarta tiempos precisos, por ello, la ciudad adquiere un punto determinante; los espacios conforman a los personajes, y a través de las locaciones se reconstruye la historia, cambia la realidad y el personaje se sumerge en una lucha indiferente contra la realidad, como en el expresionismo alemán.
Cualquier ciudad me hubiese acogido con la misma indiferencia. En todas partes tendría que ser el mismo […] Me acostumbraría a vivir detrás de una puerta o en el hueco de una ventana. Sólo. Aislado. Incomprendido... Como no hablo más que mi propio idioma, nadie podrá comunicarse conmigo.
El personaje es un solitario que siempre busca mas no encuentra; un ser que se pierde entre sus mapas imaginarios: en el cine, en el café, en el hotel, en la peluquería, en el tranvía, en cada lugar que el protagonista recorre, el espacio se convierte en parte del ser, pero la misma ciudad lo expele. Esta actitud la justifica Vela, al crear un personaje pueblerino que llega a una metrópoli. El vacío que experimentan los personajes, sólo es llenado por la transfiguración de la realidad.
Bajo el azoramiento de las calles desveladas de anuncios luminosos, me dejaba estrujar por sus turistas, sus mujeres elegantes, sus “snobs” de la moda y del sistemático vagar por las aceras desenfrenadas. Los estridentistas, al igual que los contemporáneos, se sumergen entre las calles adoquinadas de México y abandonan el campo revolucionario. Las metrópolis son su espacio y el constante peregrinar por sus calles los lleva a conformar la primera literatura urbana en México. Antes del siglo XX, la ciudad de México era una ciudad grande, poblada y cercada por el campo, después fue un centro cosmopolita, donde la gente caminaba Divagando por las calles desteñidas, con la tenacidad de eternizar su incontrolable figura, me refugiaba, intermitentemente, bajo las pestañas de las marquesinas.
Aunque uno de los postulados estridentistas es la veneración de la urbe, en La señorita Etc., el protagonista-autor habla del miedo a la mecanización, de la deshumanización, y en ello se aleja de la vanguardia mexicana, para centrarse en la alemana.
La vida casi mecánica de las ciudades modernas me iba transformando... Me volvía mecánico... La ciudad se convierte en metrópoli por la gente, pero la maravilla se suscita por los avances tecnológicos, desde el telégrafo hasta el tren, de los coches ruidosos a los aviones invisibles, por todos los cambios vertiginosos de la ciencia y su aplicación cotidiana: Esta pasión estridentista por las máquinas se muestra en el siguiente pasaje de una forma precisa y preciosa, en el que compara el funcionamiento tecnicista con la descripción de la fisonomía, los sentimientos y las emociones de los personajes. Cuando ella desató su instalación sensitiva y sacudió la mía impasible, nos quedamos como una instancia a oscuras, después de haberse quemado los conmutadores de espasmos eléctricos.
El orgasmo se esconde en amperes, se distribuye por hertz, y provoca espasmos eléctricos mucho mayores que cualquier sentimiento humano. En La señorita etcétera observamos la deshumanización, tan popular en la ciencia ficción de los años cincuenta, y el enamoramiento en torno a la generalización. Para mostrar esto, Vela conforma una de las frases más despampanantes y terroríficas a la vez, de la literatura vanguardista, donde los adjetivos más precisos son los tecnocráticos. Nuestros receptores interpretaban silenciosamente, por contacto hertziano, lo que no pudo precisar el repiqueteo del labio.
Por este tipo de comparaciones, se considera a los estridentistas, como simples copias burdas de los futuristas, que adoraban la tecnología y la veían como la prolongación del hombre inteligente. Ello se cree porque Marinetti, al ser el primero en conformar una vanguardia, se erige como efigie transformadora, y sus postulados pasan a otras vanguardias. Uno de los postulados más repetidos determina que los retratos de la realidad son en movimiento.
La calle fue pasando bajo nuestros pies, como una proyección cinemática. Todas las noches como en un sueño, yo desenrollaba mi ilusión cinemática. Además, la velocidad de los trenes, de los cines, de los albores del siglo XX son conflictivos, porque dominan la esencia de la velocidad, nosotros nos centramos en la ansiedad por el instante perdido. Esta velocidad desfragmenta, porque en lugar de ver el todo ven una suma de instantes que no da pie al paisaje sino a la unión de símbolos cubistas No me quedaría de ella sino la sensación de un retrato cubistaque muestra la imagen como un mosaico, donde no hay anécdota, ni argumento, ni personajes delineados; pues se basan en una asociación de elementos imposibles de concretar, determinados por la lógica espacial, y vistos desde varios enfoques.
Los espejos multiplicaban simultáneamente, con una realidad irrealizable de prestidigitación, las imágenes de mi catálogo descuadernado. Si todo es prestidigitación, nunca descubrimos las esencias de la historia, ni el constante buscar del personaje, pero vislumbramos el inicio de la literatura irregular en México, una literatura atrevida que apuesta por la inteligencia del lector, sin concederle pausas, con cambios temporales-espaciales y creando esa rapidez que buscaban porque en El balanceo premeditado de las irregularidades de la vía, sacudiendo las sombras del vagón, desintegraba un sueño de doscientos kilómetros.
Un sueño de doscientos kilómetros que, como determina Schneider, “tiende a apresar una emoción intelectualizada con base en una libre asociación de imágenes, líricas desde todo punto de vista y sin ninguna relación descriptiva”.
Había peregrinado mucho para encontrar la mujer que una tarde me despertó de un sueño. Y hasta ahora se me revelaba. Presentía sus miradas etc… sus sonrisas etc… sus caricias etc… Estaba formada de todas ellas… Era la Señorita Etc.
Compleja de simplicidad, clara de imprecisa, inviolable de tanta violabilidad La señorita Etcétera da pie a la literatura vertiginosa que se cosecha en los cincuenta, y revoluciona una literatura que en momentos se aletarga. Esperemos que en estas épocas los escritores convulsionen las letras latinoamericanas cargadas de sopor.
Referencias bibliográficas
Evodio Escalante, “Ochenta años de la Señorita Etcétera”, La Jornada
Semanal, 10 de marzo de 2002.
Luis Mario Schneider, “Introducción”, El estridentismo: La vanguardia
Literaria en México, México: UNAM, 1999.
___________, El estridentismo o una literatura de la estrategia.
Jorge Schwartz et al., Las vanguardias latinoamericanas, México: Tierra
Firme, FCE, 2002.
Arqueles Vela, “La señorita etcétera” en Luis Mario Schneider, El
Estridentismo o una literatura de la estrategia, México: Conaculta, 199
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